Si el misterio de la nota perdida y los acordes en otros tiempos se hicieran carne, sería el acceso a la caída del granizo. No habría quien pudiese poner freno a la rabiosa persecución del viento.
La melodía revelada tendría por apertura la detonación del trigal maduro en el largo punto de fuga del fin de semana: eclipse al asedio, la lealtad abandonada.
La apreciación musical se vería detenida entre el giro y la traslación lésbica de dos estrellas de nalca. Envejecidas ambas al haber parido la valentía y la maternidad.
Sobre esta latitud de la senescencia habría de cursarse la invitación a celebrar la resurrección de los senderos. Trampa cruel, si la alegría de las niñas se tiñe de azul, asfixiada por negras aguas amargas.
Los remordimientos no alcanzarían hospedaje. Las aguas ardientes abrirían el paso al argumento fugado desde el calabozo y la mordaza que la mano en desvelo sostiene.
A continuación, un brinco al olvido. Tan alto como el que da la gaviota furiosa. Se alcanzaría un buen disfraz.
Telas y colores: un tránsito en el umbral extinguible del trueno.
Así se dibuja el refugio dónde el falso testimonio y el juramento en vano descansan.
La prudencia manda no hacer mofa de las mariposas ingenuas, si es que sostienen que llevan una navaja en las alas para apuñalar al viento.
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